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Historiae naturalis: Taxidermias.
 

Nuestra vinculación con el mundo animal es evidente. A pesar de un abandono paulatino durante el pasado siglo XX, estamos asistiendo a un reencuentro necesario con nuestros más remotos vínculos. Los animales han sido desde tiempos antiguos el símbolo y epifanía de las diferentes divinidades, de nuestros miedos y de nuestros deseos.

Bestias terrestres, seres híbridos, animales fantásticos han encarnado la ambivalencia entre el bien y el mal, lo positivo y lo negativo, el oscuro mundo subterráneo y la luz. Pueblos como los persas, egipcios, griegos y romanos nos aportan toda una iconografía de animales en donde se exaltan los diferentes valores o simbologías de estos: leones, toros, serpientes, o bien animales fantásticos como hidras, medusas o sirenas llegan hasta nuestros días como parte de nuestro bagaje cultural. El cristianismo durante la Edad Media se encargó de modificar los significados originales de estas representaciones para asignarle unos nuevos de carácter moralizante y justificado por la omnipresencia o pensamiento único de la fe cristiana. Los bestiarios medievales sobrevivieron incluso a periodos menos supersticiosos gracias a leyendas y diversos relatos fantásticos de los pocos viajeros que lograron llegar de tierras remotas. Animales como rinocerontes o jirafas son auténticos seres fantásticos para los europeos del siglo XVI quizá de ahí la expectación que llegó a causar unos de los pocos rinocerontes llegados a Europa en el año 1515 regalo del sultán Muzafar II de Gujarat al rey Emmanuel I de Portugal. Al parecer el animal murió ahogado al desembarcarlo pero, a pesar de no estar muy claro cómo, parece que llegó a Durero un dibujo del mismo que utilizó para realizar su famoso grabado.

Tendremos que esperar hasta el siglo XIX y su cientifismo para poder explicar la presencia de animales de los que hasta entonces sólo se había oído hablar de ellos a través de leyendas y cuentos. La necesidad de los científicos y naturalistas de la época por explicar el mundo nos hizo llegar una ingente representación de animales de las lejanas colonias de ultramar. Las expediciones científicas están en pleno apogeo, se favorece la catalogación y búsqueda no solo de tierras ignotas sino de su fauna y su flora. A través de los tratados de zoología y los cuadernos de naturalista podemos descubrir dibujos y láminas de seres del todo fantásticos, algunos incluso más que aquellos relatados en las leyendas o plasmados en los capiteles de las iglesias románicas.

La necesidad de mostrar los nuevos especimenes llevó al desarrollo de técnicas de conservación, muchas de ellas ya conocidas en el siglo XVIII, como el secado de plantas por prensado, en el caso de los herbarios, y la utilización de productos químicos en los que los animales capturados podían conservarse indefinidamente (alcoholes, formoles, etc.); pero la técnica que más calado tuvo entre el público que visitaba los primero museos de Historia Natural fue sin duda la taxidermia. Esta consiste en la eliminación de las partes blandas del animal y su sustitución por rellenos de diferentes materiales y productos para evitar su descomposición, pero lo más llamativo sería la posterior colocación del animal así preparado para devolverle la apariencia de vida.

La taxidermia como método de preservación en el tiempo de animales muertos tiene una doble lectura, por un lado la paralización del tiempo que va degradando a todos los seres vivos y, por lo tanto, de la muerte, y por otro la simbología que acompaña a esta actividad. Embalsamar la vida, que paradoja. Al igual que en los bodegones holandeses o españoles del siglo XVIII, estas naturalezas inmóviles se convierten en un pretexto para hablar de las vanitas, para representar animales que suelen ser objetos de repulsión o simplemente de desconocimiento y convertirlos en animales preciosos, aunque inusuales a los ojos de los espectadores, dignos de pertenecer a la colección de un museo.

El embalsamamiento tiene una estrecha relación con la fotografía que, del mismo modo, embalsama el tiempo, la vida, en un instante para siempre. El intento de ofrecer un atisbo de vida en la muerte, congelando poses o gestos vincula íntima y necesariamente la taxidermia con la fotografía. La fotografía embalsamadora plasma seres naturalizados con un doble efecto, dejar en suspenso la muerte a través de la mirada de lo fotografiado y conseguir una visón eterna de las vidas efímeras de los seres vivos a través de la representación de “naturalezas muertas” al fin y al cabo vanitas.

 
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